Celebrando la vida

Cervezas, risas y cansancio.

Velocidad, velocidad, velocidad. No poder parar. Crash físico, la luz se vuelve oscuridad y veo un cristal gigante romperse a tres centímetros de mi rostro. Grietas. Milésimas de segundo y 9000 pensamientos. ¿Es esto, la muerte?

Me bloqueo. Corro y transpiro. Agarro la mano de un desconocido y lo acompaño en su respirar. Ojos mirando a ojos, sonrisas, alivio. Me levanto y tiemblo y tiemblo y tiemblo… Y pregunto, pregunto. Y camino.

Cuando tu mente se bloquea por unos instantes, luego sientes alivio. Llegas a casa, vomitas palabras sin sentido, sentimientos que son ríos desbocados. Después del susto, de haber esquivado las rocas, siempre llega la calma, o eso es lo que dicen. Sin embargo, esa noche mis almohadas se inundaron de salado. Y ellas no me consolaban, nadie me arropaba. Sentía ese vacío de soledad, falta de abrazos, de aprobación y de ser especial. Nadie ni nada me permitía no dormir, pero no podía, era imposible controlar mis ojos o mi mente.

La luz naranja de la ciudad, la que se transparenta por las sábanas de mi habitación, esas que se creen cortinas, rozaba toda mi piel, acariciaba mi pared llena de fotografías lejanas. Tocaba el llanto y los espasmos.

Y cuando ya la luz se convirtió en amarillo chillón, allí tenía un argumento más razonable para no poder dormir. Y me paré, y observé mi cuerpo desnudo, todas mis pecas se unían en constelaciones, pero no las reconocía y no comprendía qué me pasaba. “Ya fue, ya fue…”, me repetía ayer mi familia escogida, la de las sonrisas y abrazos cuando hacen falta. Pero un mensaje de whatsapp me recordó que era normal sentir eso ahora: estaba “en shock”.

Así que me preparé un café y una tostada, que se quemó un poquito como me gustan. Y ni siquiera comí avena. Me tumbé en el sofá y empecé a mirar con lupa todos los detalles existencialistas que recorrían mi cuerpo. Los habidos y los por haber. Y “¿Qué hago aquí?”, y que “¿A quién quiero engañar?”, y “me gustaría haberte llamado esta noche para contarte cómo me siento pero ni tan siquiera vas a recordar mi nombre en dos años”, y que “si se lo cuento a mi padre, pero se va a preocupar y va a sufrir y luego me va a decir gracias a Dios estás bien”.

Me dolía un ganglio, como siempre que tengo que gritar a los cuatro vientos algo que me oprime el corazón. O, bueno, no sé si es el corazón, esta parte entre los pechos que se te comprime y te presiona el existir cuando estás nerviosa o cuando tienes que sacar algo.

Respiraba y seguía llorando. El dolor se me pasó a la oreja. No podía parar de pensar en ese icono que me mandó Ele cuando le dije que no podía dormir. Y yo estaba tan ciega y tenía tanto la necesidad de ser especial para alguien, que no llegaba a comprender que era normal que ella no le hubiera dado la importancia que yo le estaba dando a una pequeñez tan chiquita. Si es que las pequeñeces pueden ser más chiquitas todavía. Ni siquiera me había rasguñado y pretendía que alguien estuviera allí para darme amor. El amor: eso que buscamos toda nuestra vida para aprobarnos, sin darnos cuenta que quién más nos tiene que amar somos nosotras mismas y que la manera en que construimos solamente viene de nuestro propio universo, ese que nos creamos y al que le ilustramos un sentido.

Y si mi alma se había asustado, solamente era yo quien podía cuidarla. Y claro que tengo a personas que me dan de la mano en el camino, pero hacen eso: me acompañan. ¡Y de qué manera tan bacana!

Después me dije que una ducha lo cura todo y me sequé las lágrimas bajo el agua caliente que nos baña en Buenos Aires. Y me vestí, fui a buscar esas fotos gigantes para exponer en Honduras, subí al bus de siempre, en el que me encanta evadirme, y encendí Spotify para escuchar a Soul in Pill. Llegué a la oficina, di vueltas por Envigado, conversé con amigos y ya creí que estaba mejor. Me subí al coche de alguien que se ofreció a llevarme a casa. Se puso a llover demasiado: San Juan era el río Medellín en temporada de lluvias. Sin embargo, aparte de dos micro-ataques, no pasó nada relevante y llegué a mi casa.

Después, en la noche, celebramos la vida. Habíamos organizado una fiesta y, con la excusa de “mi shock”, la convertí personalmente en una celebración a la vida. Agradecí desde dentro a cada persona que me sonrió, agradecí a cada corazón que se dejó congelar, y también a la creatividad de cada ser en ese espacio: sus bailes, sus conversaciones, su ser y estar. Estábamos en un espacio que amo, al que llamo hogar y que se convierte en mi centro de terapia algunas noches y madrugadas.

Y esa noche (más bien, ese día), después de todas las novedades y el cansancio acumulados, y como además dormí acompañada, descansé como un bebé. Y me abracé y abracé. Y me desperté, dos días después del accidente, y a pesar de que había soñado en el coche y el golpe, pensé que ya todo había pasado.

El sábado y domingo viví momentos bonitos, tuve conversaciones profundas entre luces de colores y edité el video de la fiesta, que no es perfecto, pero transmite la suerte que tenemos y la alegría que nos supura de la piel al bailar.

El lunes me desperté con los ganglios como dos pelotitas, me recordaron que aún hay que pensarse, escribirse y entenderse. Algunas me han dicho que a esto se le llama fenómeno psicosomático. Y yo, así, entiendo que mi cuerpo me habla, que es más inteligente que mi cabeza que siempre quiere pensar y razonar, y que tengo que dejarme sentir, dejarme llorar, dejar que me caigan los mocos, escucharme, agarrar papel y bolígrafo y revivir. Todo esto para comprender a esta burbuja pequeña que es mi universo: violeta, brillante y caótico.

Y ahora estoy recordando que me encanta ser consciente que debo aprender a escuchar más. Que me gusta cuidar y hacer el payaso. Que sonrío cuando juego como una niña. Que soy de las que abrazan y besan sin temor, aunque saben que luego se van a caer del columpio. Que me gusta crear, leer y hablar. Que estoy aprendiendo a dibujar, a hacer yoga y a meditar. Que soy así, y soy interesante como soy y como me estoy construyendo, y a parte soy guapa porque todo es subjetivo y, además, me gustan las personas que tengo alrededor. Que soy de las que agradece a las amigas cuando le dicen algo que no hace bien. Y que, claro, tengo muchas cosas por mejorar y sanar y abrazar, pero soy demasiado capaz de hacerlo sola, fuerte y valiente.

Cuando tiemblo me pregunto por qué, ¿Por qué a veces me da vergüenza bailar? Me siento así, pero sé que solo está en mi cabeza. Hoy no recordé qué soñé, pero me desperté feliz, porque sé que lo hice sin miedo, soñé creativa y bailé en mis sueños. Me paré, y encendí mi música, me abrí en canal y dejé que esta entrara por todos mis poros.

Yo, mi cuerpo y mi mente seguimos andando por el caos, acompañadas de la luna. El jueves pasado ella crecía, y ya casi hace una semana de este inicio. Me indicaba nuevos proyectos, sinceros y apasionados. Seguimos observando en todas direcciones y disfrutando del camino, de caer y levantarnos, de ser una. ¡Y nos encanta!

Uploaded by Maria Pujol on 2019-11-04.
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