Calamina y dibujos, ladrillos manteniéndola presa aunque el viento sople.
¡Cuántas historias acompañaran estos techos ondulados!
Tejados grises con polvo.
El polvo que desaparece cuando llueve, o eso piensan
porque nunca se va, solo se esconde, solo se mueve, solo vuela hasta otro lugar cercano, o lejano.
Hasta puede volver volando si quiere.
Quizás aderezará otra vez esa historia que hace 24 años que nació
cuando en esa humilde vereda, por unas horas, se respiraba felicidad
antes de volver a lamer la fría realidad, húmeda, cruda,
de quien sabe que tendrá que irse de su hogar.
El polvo llegó a su vida, sin presentarse, sin pedir permiso golpeando su puerta,
pero así viaja y de GOLPE llega y se agarra a su piel, no quiere desprenderse.
En los ríos y lagunas se desvanece por instantes,
como cuando una ducha fría moja tu cara y parece que no solo lave tu rostro sino también tu espíritu. Por unos minutos, mojado, olvidas tus desgracias polvorientas, tus preocupaciones, tus temores, pero cuando tu cuerpo se seca, la realidad vuelve a acariciar esta piel.
Realidad polvorienta alejada de historias de hadas. No es polvo de hadas.
Una nueva vida en la ciudad, parecía que la historia de esa niña tal vez viraría más aguosa que la de su madre, pero parece complicarse como un camino de vereda adentrándose en la selva.
Y se densifica más y más y acababa siendo el espanto de cualquier ser humano.
Su camino sigue alargándose, ramificándose, y cuando llueve parece tan fácil de superar... eso piensa entre estas cuatro paredes, bajo un techo ondulado de un cerro de Medellín.
Cae la noche, todo huele más limpio. Por la mañana el polvo vuelve a echarse una larga siesta en su tejado sin tejas, vuelve a agarrarse a ese tatuaje y a su entrepierna. La mira a los ojos y le promete que nunca la dejará.
Aún así, ella observa su cuerpo en el espejo, se siente sucia y las lagrimas empiezan a nadar por sus mejillas. Ellas limpian su rostro, su cuello, siguen deslizándose por su pecho y llegan a su barriga. Las horas pasan y todo su cuerpo está mojado, por unos minutos, tal vez más de una hora, las gotas han invadido su cuerpo y le recuerdan que puede limpiarse, que puede luchar, que puede salir de esa casa y lanzar a volar.
¡Mójate! - le repetía Manuela. ¡Danza bajo la lluvia, corre mientras el agua forma el lodo y arrástrate en él, con él! ¡Grítale al polvo que tu eres más fuerte, que por mucho que se arrape a tu piel aprenderás a vivir en él, con él!
Y, con cada lágrima, volar más alto. ¡Desahógate, ahógate!