ÉL Y YO DIEZ MINUTOS ANTES DE SUBIR A UN AUTOBÚS

Bajé la mirada y vi su pelo largo, recogido en una cola de caballo negra. Cabello color carbón, bastante enredado, para una persona pulcra podría haberse adjetivado estropajo. Después vi un arco y una flecha y me enamoré. No conseguía verle el rostro, pero sabía que ese niño era genial, tenía un aura de energía especial. Siempre he pensado que si tengo hijos, quiero que tengan un arco y una flecha. No sé muy bien por qué, no quiero que maten animales. Me clavó una flecha directa al corazón sin quererlo. Ni se dio cuenta, ni lo sabría nunca, pero esta es la historia de cómo mi órgano agujereado se está recuperando. O el cuento de cómo una flecha nos puede curar.

Creo que ya le quería demasiado antes de encontrarnos, me estoy leyendo a Galeano y su muy comprensible cólera contra la colonización en Latino América y él me recordó a uno de esos indios (en tamaño reducido) exterminados sin compasión.

El niño caminaba delante mío. Estaba claro que tampoco me iba a poner a correr hasta alcanzarlo, hubiera parecido demasiado loca. Aunque me encante hacer locuras, vamos a decir que la posibilidad a la mala interpretación habría sido bastante grande. Así fue como continué con la conversación que tenía con mi acompañante, intentando olvidarme de él. Pero creo que no se puede olvidar a alguien que te ha marcado en cierta medida, aunque no sepas muy bien porqué, aunque no haya una razón concreta. La razón para los que razonan. Así yo y mi sensibilidad inundamos el camino por donde paseamos día tras día, disfrutando también de ciertas pausas vacacionales sonrientes.

Tenía ocho años, tal vez siete. Y seguía caminando delante de mí hasta que desapareció. Tal vez iba a ser otro fugaz momento que se desvanece. De esos que unos minutos piensas que son importantes, que se quedarán contigo, en algún lugar dentro de ti, pero luego se marchitan, se pudren, se deshacen.

- cinco minutos más tarde -

Me crucé, de lejos, con una mirada de agua. Mejillas sucias de barro mezclado con lágrimas. Era él, miraba a la nada, con el arco y la flecha en la mano derecha y una botella en la izquierda, que tocaba su pequeño rostro presionando fuertemente en su mejilla. Era él ¿lo he dicho? Esta vez parecía más vulnerable, menos decidido, más húmedo. Pero era el mismo que unos minutos atrás se tatuó en mis ojos, permaneciendo allí un tiempo de esos largos que tal vez son cortos en la práctica pero a nosotros nos parecen eternos. Parecía tener un momento blando. Tal vez necesitaba que le diera la mano, o eso pensé.

Palabras de tranquilidad. Los sollozos continuaban, pero su mirada había cambiado un poco. La mano de una extraña tocó la suya. Se sorprendió, sin que esto me sorprenda, así que decidí dejarlo libre, volando en su mente y congelado en ese lugar. Y empezó a caminar a mi lado. Buscábamos.

Un segundo, dos segundos y tres. Me agarró de la mano. Me agarró muy fuerte, con una fuerza débil, con una fuerza de falta de amor. Hay veces que agarras a alguien tan fuerte que en ese preciso momento no podría irse aunque lo ayudaran cien soldados, pero en realidad lo agarras con una debilidad muy frágil, sabiendo que ese momento es fugaz, sabiendo que tarde o temprano se va a ir. Y bueno ¿tal vez esté exagerando demasiado? Me miró, se paró otro segundo y soltó un "gracias" entre lagrima y lagrima que no olvidaré en la vida. Tal vez des de su perspectiva mi cara podía ser descrita como la de alguien muy patético. No tengo claro como definirla, pero si existe tal cara seguramente así era la mía, aunque intentara disfrazarla y mostrar mi faceta más segura o protectora. Qué patética, también, la protección, ¿no? Es una forma egoísta de creernos fuertes cuando nos sentimos débiles. Dejemos que se protejan ellos mismos con sus arcos y sus flechas! Los arcos están cargados con mecanismos transmitidos por nosotros sutilmente pero también por autenticidades y seguridades reales que sirven más de escudo para ellos que nuestras manos grandes y arrugadas. Pero eso es otro tema.

Dimos una vuelta, agarrados de la mano, creo que él estaba sufriendo bastante, aunque un poco menos que antes, pero en el fondo yo estaba hasta disfrutando un poco de ese momento. Suena mal. De repente, me dejó y se fue corriendo. Me acordé de capítulos de mi pasado, casi soy yo la que empieza a llorar entonces. Pero no lloré. Había encontrado a su mamá. Al darse cuenta de la repentina fuga, miró hacia mi dirección sin haberlo meditado, buscándome entre la multitud que nos separaba, y no quiso haberme abandonado así. Encontró mis ojos y nos miramos. Su cara era de agradecimiento y perdón a la vez. Sonreí, de oreja a oreja, una sonrisa tan sincera como su previo llanto. Le dije adiós. Pensaba que tenía el corazón roto en otro pedacito: pedacitos de mundo, pedacitos de amores, pedacitos de vivencias que se curarán en Barcelona. Pero pensándolo bien creo que me lo curó un poco.

Sé que, en el fondo, ese pequeño y maravilloso humano de pelo negro y mirada profunda no necesitaba mi mano. Si en ese momento nadie se hubiera acercado a su arco, él hubiera encontrado su norte solo, estoy segura. Así que tal vez fue puro egoísmo para sentirme bien, aunque al menos ahora tengo el corazón un poco más cosido. En realidad creo que fue él quien me ayudó a mí. Me hubiera quedado agarrando su mano durante horas. Durante todo el viaje de soroche que me esperaba. Durante las próximas 12 horas que estaría sentada en un autobús, mirando por la ventana sin poder dormir cual novata en ese transporte, mientras todo el autobús roncaría entre frío, calor y el sonido de fondo de hombres gimiendo en incansables peleas de una película que sería para mi gusto una inversión de dinero demasiado innecesaria.

Lo bueno de todo aquello es que las heridas que nos hacemos se van curando en estos momentos. Momentos de compartir sentimientos, por lo simples que sean, por lo fugaces que parezcan. Momentos de espera que parecían muertos pero te llenan de vida.